En tiempos de discursos encendidos y corazones divididos, hablar de paz parece un acto ingenuo. Pero la historia demuestra que la paz siempre fue obra de los valientes, de aquellos que se atrevieron a creer cuando todo parecía perdido.
Desde Oriente Medio hasta América Latina, los acuerdos y tratados no bastan si no cambian las mentes. Los líderes que soñaron con la paz —como Anwar el-Sadat o Isaac Rabin— lo entendieron: no hay victoria más grande que el perdón, y no hay enemigo más peligroso que el fanatismo.
Ambos fueron asesinados por los suyos, por quienes confundieron la lealtad con el odio. Pero su legado no murió.
Hoy, el mundo vuelve a buscar equilibrio.
Donald Trump anuncia un nuevo intento de reconciliación entre Israel y Hamás; Egipto, Catar y Turquía median con cautela; y millones observan, entre el escepticismo y la esperanza.
Pero más allá de los nombres y las banderas, hay algo esencial: la paz nunca se impone, se siembra.
Cada palabra, cada gesto, cada decisión individual tiene poder.
La neurociencia nos dice que el cerebro puede transformarse; la espiritualidad nos recuerda que el alma también puede hacerlo.
Y tal vez ese sea el camino: unir la mente que razona con el corazón que siente, para crear una humanidad capaz de convivir en armonía.
> “La paz comienza cuando alguien se atreve a creer en ella.
La paz no se mata: se siembra.”
El futuro no pertenece a quienes gritan más fuerte, sino a quienes construyen con calma, con razón y con amor.
Porque el verdadero poder no está en vencer, sino en comprender.
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